Si tienes una vida urbana con un trabajo cool y la energía para comerte el mundo por el día y por la noche en los sitios en los que hay que estar, la meditación quizá te suene a algo esotérico, de looser o de tipo que se cree unos cuentos que te hacen mirar para otro lado.
Pero estamos en una era en la que la tecnología inteligente — de las app para todo, de las casas que hablan y te piden la pizza — convive con el furor por la vida sana, la sabiduría importada de oriente y las chicas, también cada vez más chicos, con la esterilla por la calle camino a clase de yoga. Sea o no casualidad, meditar empieza a dejar de ser cosa de raros y parece que es cosa de listos.
Meditar creía yo que era cuestión de intentar dejar de pensar, con la consiguiente frustración.
Sentarte en una postura incomodísima y frenar la mente, como quien tira del freno de mano, me parecía imposible: nunca me invadiría una sabiduría magnánima y atontada como al Maestro Yoda.
La primera vez que de verdad hice algo como una meditación, ni siquiera sabía que lo estaba haciendo, alguien me dijo que cerrara los ojos, que “pasara de todo” y que me centrara en sentir el peso de mis brazos.
A partir de entonces no empecé a devorar libros de meditación, ni ser la imagen de la felicidad. Me sentaba, abría la app de meditación que me había descargado, y seguía las instrucciones: sentir mi respiración, los latidos del corazón, aflojar la nuca y las mandíbulas, mientras trataba de dejar correr la cabeza por su cuenta, sin intervenir. Había que vigilarse porque siempre se me iba la imaginación por la ventana, volando, o me empezaba a dormir.
Otro inconveniente era que, para colmo, me asaltaban sensaciones físicas — a veces incómodas — sin motivo aparente: como si me asustara alguien, o tuviera prisa para entregar un trabajo.Y es sólo que detectaba emociones que van y vienen, y aprendí que no pasa nada.
Resulta que eso es meditar, que centrar la atención en algo concreto permite que tu cabeza se dé un respiro, que tú te lo des. Lo bueno es que con la práctica, la bendita constancia, empiezas a ver resultados en tu día a día: empiezas a concentrarte sin interrupciones, a no dar más vueltas de las que toca a las circunstancias, y lo mejor, a ver esas circunstancias de manera diferente, con menos urgencia. Y es verdad que ocurre.
Cada día, unos minutos. Esa es la única regla imprescindible.
Aquí es donde el móvil es tan útil para incorporar la meditación a la rutina, como lo es para despertarte por la mañana o ver qué hora es: ayuda. Meditar con una app te recuerda un nuevo hábito que te va a servir, te guía y te estimula a avanzar. Antes de caer en la tentación de juzgar con desdén purista la hiperconexión, no está de más sacar partido de las ventajas que la tecnología móvil sí ofrece.